Firmado: Anónimo

Se durmió la noche. Había estado meditando durante esos días en el dique seco de la escritura sobre sus métodos y su eficacia. No va a desvelar todos y cada uno de sus pensamientos, pero quiere dejar a ver que probablemente esta frase que está siendo leída por Dios sabe quién, no ha sido la primera versión de ésta.

No corrían buenos tiempos por sus lares mentales. Se encontraba en uno de esos momentos que realmente temía. Temer, porque sí, los temía. Se hallaba en esa situación en la que se sentía a punto de explotar, en la que todo estaba de más y en la que, por supuesto, su mente no tenía claridad ni ganas suficientes para llevarle unos minutos frente al papel.

Ya había probado la prosa como medicina. Creaba un personaje incólume, solitario, en un lugar lúgubre y taciturno, que fuera capaz de transportarle lejos. Tan lejos, que al liberar la pluma de su mano le atrapara una sensación abrumadora de jet-lag. Far far away. Y por eso se había sentado aquella madrugada. So so far away.

‘’Abrió las ventanas opuestas al ventanal y respiró. Parecerá un detalle inocuo el decir que respiró, pero no. Todo aquel que se encontraba atrapado en la ciudad no sabía el verdadero significado de respirar. La polución se atrincheraba en los pulmones de la sociedad y las malas vibraciones que ésta transportaba,  impedían llamar a aquella entrada de aire ‘’respiración’’. Y respiró de nuevo. El cristal, impoluto cual patena, dejaba entrar tímidos rayos de sol. Eran las 5.37 de la mañana y él permanecía de pie, escuchando el ‘’5 minutitos más’’ del Sol. Existía la necesidad de explicar aquella unión de energías que se producía entre él y la naturaleza en las 4 paredes de aquel refugio del Silencio. Su cabeza estaba perfectamente compenetrada con el Sol. Sus ojos se abrían a la misma hora en que el gran astro se dejaba ver por primera vez.

La casa estaba compuesta por una acogedora cocina completamente blanca, la absoluta antítesis del modernismo. Las paredes de su hogar gozaban de una imperfección idónea para el lugar de éste. Eran frías, totalmente blancas e irregulares en lo que confiere a forma con un fin absurdamente lógico: dejar su mente en blanco. El techo lo componían decenas de falsas vigas de arcilla blanca. La sala de estar resguardaba del vacío de ésta a un sofá y a una mesa con una caja sobre ella. Un sofá marrón que alteraba la incolora sinfonía del habitáculo. Era lo único que conservaba de su anterior casa, que no hogar. El resto de la sala de estar lo componían un enorme ventanal y unas ventanas que dejaban entrar a los acantilados y a las montañas a tomar café. A veces, cuando se cansaba de Silencio, les invitaba a pasar abriendo el ventanal y las ventanas. El ventanal llevaba a Acantilado y las ventanas, a Montaña. Tomaban café y charlaban distendidamente. Él simplemente escuchaba. Tenían mil historias que contar aunque, que no le oiga Acantilado, prefería las de Montaña. A Acantilado le había tocado vivir en un mundo difícil, -se lo iban a decir a él, vaya- y muchas de sus historias rememoraban suicidios de personas que, al caer, tiraban en cualquier otra punta del mundo de la vida de otras, desgarrándolas sin ningún tipo de reparo. Pero también contaba las cientas de veces que había ayudado a otro ‘’perdido de la vida’’ a replantearse las cosas antes de saltar. Montaña era más tímida y muchas veces ocultaba detalles de sus historias por respeto a los personajes de éstas. Tenía un poder, y es que podía leer la mente de todo aquel que se paseara solo -en única compañía de un camino a ninguna parte- por ella. Contaba los mil y un pensamientos de aquellos que recorrían sus prados alejados del excursionismo, en busca de sí mismos o, quién sabe, de rutas salvajes.

De la cocina al techo, del techo a las paredes, de las paredes a la sala de estar y de la sala de estar a su dormitorio. Su dormitorio, para celos de Montaña, sólo tenía ventana hacia el mar. Montaña sabía de su predilección por éste y sus 4600 años de vida y madurez le habían invitado a abandonar las batallas dialécticas estúpidas contra ello. El dormitorio también era totalmente blanco y el cabezal de la cama estaba orientado perpendicular a la ventana. Al levantarse, siempre por la izquierda, abría las puertas de madera que ejercían de persianas y el llanto de las olas, como todo aquel que nace por primera vez, le invadía la mente. Batallaban el apacible y manso susurro de aquellas prolongaciones del mar contra cualquier pensamiento negativo que le abordara o se hubiera instalado en su cabeza durante la noche. Una mesita de noche sostenía un marco cuya foto mira hacia la pared, ‘’desvelar sólo en caso de emergencia’’. Y aquel no era el momento.

Quería dejar para el final aquello que se situaba encima de la mesa de la sala de estar. Aquella caja oscura, impecable sin una mota de polvo, con una tipografía ya borrada y un simple ‘’Records’’ a la vista. Había sido un regalo de su abuelo. Todavía recordaba el día que abrió aquel presente, pero si recordaba un momento por encima de cualquier otro, era el primer instante en que sonó aquel sublime tocadiscos. El Danubio Azul de Strauss le provocó tal parsimonia que incluso le produjo cierto estupor. Algo en sí se encendía cuando la aguja del tocadiscos llenaba la casa de corcheas, redondas y silencios bailando. El tocadiscos y todas las obras que éste recitaba eran las únicas visitas nocturnas que esperaba día sí y día también. Pero la desidia y el hastío le habían abordado en los últimos días, o meses, o quién sabe qué. Suele contar a la hora del café que su noción del tiempo se lanzó al vacío desde Acantilado por sentirse totalmente vacía e innecesaria en aquel monótono y despreocupado lugar. Y, desde entonces, ni siquiera recordaba su edad. Ni siquiera recordaba su nombre.’’

Comentarios