Lo siento con sabor a brandy



Volvió a hacer añicos el papel situado bajo sus ojos mientras movía la cabeza a modo de negación. Era la séptima vez que, agobiado por la falta de ideas, destruía las primeras frases de su escrito. Nunca pensó que pudiera ser tan difícil reproducir sentimientos reales en una hoja. Acostumbraba a escribir historias ficticias, con personajes fantásticos, en lugares remotos de dudosa existencia. Pero nunca había intentado llevar a la escritura las emociones que recorrían su cabeza.

Concentraba la vista en las vigas que sustentaban aquel armatoste del siglo XVI, como buscando a través de ellas la inspiración. ‘’MDLXXVII’’ podía leerse en una de ellas. Más de 3 siglos tenía su estimada casa. Una contínua herencia de padres a hijos. La casa rezumaba medievo en cualquiera de sus esquinas. Desde aquellos pomos de latón, a aquel cuadro pintado en tiempos de Isabel y Fernando, pasando por la parafernalia, lámpara incluida, que acogía la estrepitosa altura del techo. Y el sillón de respaldo alto, que había acogido las mil y una historias de su bisabuelo.

Decidió encender el vinilo viejo de su padre. Algo romántico, pensó, eso seguro que despertaría sus palabras. Pero aquella tenue melodía no hacía brotar más que desesperación. Recordó un consejo de su abuelo, también escritor, para las noches en vela: un trago doble de brandy. Se dirigió al decrépito armario que guardaba el alcohol de las grandes noches, agarró la botella, se sirvió la copa y se sentó de nuevo frente al papel.

Y no fue un trago doble de brandy. Fueron dos, y tres, y cuatro… y así hasta siete. La séptima, como era de esperar, tampoco le dio el efecto esperado. El papel seguía en blanco y su cabeza bailaba al son de aquella colonia previamente ingerida. Apenas veía más allá de la copa, vacía, que junto a la botella, también vacía, habían ocupado por sorpresa su noche.

Sus pensamientos se empezaban a remontar al inicio de aquel despropósito que le estaba haciendo perder la cabeza. Era una noche fría. Habían salido a cenar y el adiós no supuso el habitual beso de despedida. Supuso algo más. Dos palabras que él hacía tiempo que no escuchaba y que recordaba que daban una agradable sensación de felicidad, que recorría todo el cuerpo. Y sí, así fue. Aquella sensación invadió su cuerpo forcejeando con cualquier muestra de tristeza. Pero, por desgracia, la felicidad traía acompañante. Un atronador silencio. La luna y las estrellas se pusieron a tono para ellos. La noche estaba ya bajo el mandato del ejército de las palabras mudas. Y yo. Y yo. ¡Y yo! ¿Por qué su mente lo repetía hasta la saciedad y su boca era incapaz de transmitirlo?  Los millones de nanosegundos que duró su silencio no tardaron en encontrar respuesta por parte de ella. Su cara era un poema y no recitaba precisamente los versos de Mario Benedetti. Él seguía bloqueado y ella, besándole en la mejilla, pronunció un apagado adiós que se colaría en el eco producido por aquella estruendosa mudez. Se cerró el portal y él seguía ahí, impasible, inmóvil, contrariado porque su voz se había quedado in albis. Dio medio vuelta hacia casa, cabizbajo, con la afonía como única acompañante. Contemplaba las calles vacías. Ni un alma. Probablemente tampoco la suya. Ya volverá, espetó a la luna en un desesperado intento de abandonar a su suerte la soledad que le acompañaba.

Se encontró asomado al balcón mientras volvía de aquel cóctel de recuerdos que le afloraban de la nada como un plan perverso del universo. Él la quería más de lo que ella  pensaba. La cabeza le daba vueltas y su inconsciente -o quizá no ‘’in’’- aproximó su mano al teléfono. Aquel teléfono de baquelita no era el idóneo para alguien cuya visión tambaleaba más que la aguja del tocadiscos, pero a pesar de ello consiguió marcar el número de ella.

—¿Quién llama a estas horas?
—Soy yo.
—¿Qué quieres? Es muy tarde. Te tiembla la voz. ¿Has bebido?
—Quizá un poco. Quería decirte algo, por favor no me cuelgues.
—Tienes dos minutos.  Ni uno más ni uno menos.
—Llevo sentado toda la noche frente a un papel intentando transmitir a través de la tinta de mi pluma lo que siento por ti. Y te llamo para pedirte perdón. Lo siento por no poder escribir que un sólo beso tuyo me lleva a un mundo paralelo donde no existimos más que tú y yo. Lo siento por no poder escribir que cuando me coges de la mano me siento en paz, que me invade la tranquilidad y la seguridad de que no te vas a marchar nunca de mi lado. Lo siento por no poder escribir que me sonrojo por dentro cuando nuestras miradas se cruzan y que tus ojos acogen a los míos de tal manera que ni siquiera recuerdo dónde estoy cuando vuelvo de aquel idílico lugar. Lo siento por no poder escribir la forma en que tus palabras penetran en mi cabeza, revoloteando por mis pensamientos hasta dejarme exhausto. Lo siento por no poder escribir lo que siento cuando no estás a mi lado, agotaría los sinónimos de ‘’vacío’’ para reproducir esa sensación. Lo siento, de verdad que lo siento, por no contestarte a aquello que yo llevaba tiempo deseando decirte y lo siento porque tengas que escucharlo en estas condiciones: te quie...

El alcohol empezaba a hacer mella en su sistema nervioso central. Sus ojos apenas se tendían en pie. Sus palabras bailaban al son de los 37’5 grados del brandy y el sueño irrumpía en la fiesta ocupando todos los recovecos que dejaban las neuronas entre ellas. Derrotado en combate.

—¿Sigues ahí?
— (...) (...) (...)
—Ojalá hubieras tenido el valor de pronunciar esta retahíla de palabras aquel día, o por lo menos tener la decencia de no hacerme esperar tanto para escucharlos, maldito cobarde. Por si alguna de tus neuronas todavía no ha colgado el cartel de ‘’Cerrado’’, que sepas que yo también te quiero.

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