Abanderados

—Sé que ya te lo he dicho un millón de veces, pero eres lo mejor que me ha pasado nunca.

—Te quiero.

Cinco años ya, qué rápido había pasado. ¿Quién me iba a decir hace seis años que iba a tener a la mujer más preciosa que había visto nunca conmigo? La suerte me había ofrecido la mejor de sus sonrisas: la persona idónea, en el momento idóneo, se había cruzado en mi vida.

La playa estaba desierta. Estel, el rugir de las olas al llegar a la orilla, la luna a punto de dejar paso al sol y yo habitábamos los extensos prados de arena. Casi perfecto. Nunca creí en el hecho de que algo pudiera ser cien por cien perfecto, pero si existía esa posibilidad, ese momento estaba muy cerca.

La brisa mañanera empezaba a hacer acto de presencia y el frío empezaba a calarnos los huesos, pero nada iba a estropearnos aquel primer amanecer juntos. Acompañado del rún-rún de las olas, un ruido extraño pero conocido hizo añicos el silencio en un instante.

—¿Es una avioneta?

—Eso parece. Fíjate, lleva una bandera asomando. Hay algo escrito, debe de ser publicidad.

—¿A estas horas? Son las cinco de la mañana…

—Las discotecas ya hacen cualquier cosa por captar clientes…

La luz de la luna alumbraba el recorrido de la avioneta, que se paseaba a una altura peligrosa, casi rozando el mar. Estel y yo seguíamos observando la escena. Ninguno de los dos atinaba a ver qué mensaje recogía aquella tela que asomaba desde la cabina del piloto.

—Parece que intenta llamar la atención, encienden y apagan las luces.

La avioneta alzó el vuelo a una altura menos peligrosa. Pero el silencio volvió a verse alterado.

—Se va a estrellar -dijo Estel con voz preocupada-, se va a estrellar…

Sus previsiones acabaron por confirmar el peor de los presagios. Tras un intento de alzamiento, el aparato implosionó, provocando una nueva alteración en su trayectoria. La violencia del choque con el agua provocó un enorme estruendo por toda la playa.

—¡Oh no! ¡Jack llama a una ambulancia, a la policía, a salvamento marítimo, a quién sea!

La colisión había sido fortísima, a unos 200 metros de la orilla. Estaba en estado de shock. Saqué el teléfono y marqué el número de la policía.

—¿Sí?

—Por favor, acaba de estrellarse una avioneta en el mar, envíen a alguien, puede haber heridos de gravedad.
—Le ponemos en contacto con Salvamento Marítimo.
—Pero…

Repetí las mismas palabras al agente de Salvamento.

—Tranquilícese, ya mandamos un par de patrullas.Quédensee ahí.

Abracé a Estel repitiendo una y otra vez ‘’ya vienen, ya vienen’’. Temblaba. En el agua sólo se apreciaba humo. Estel y yo gritábamos al unísono buscando una respuesta. Respuesta que no llegaba.

Nos encontrábamos a media hora en barco del puerto. Recordaba las salidas con mi padre a pescar por la zona. Unos metros más mar adentro, era el punto idóneo para ‘’obtener una buena cena’’. Bajé del limbo y me di de bruces con la situación.

El humo empezaba a desvanecerse, probablemente por el inicio del hundimiento de los pedazos de la avioneta. Empezamos a escuchar motores de fondo y ya se divisaban lanchas de Salvamento a lo lejos. Una de ellas se acercó a nuestra altura.

—Buenas noches. ¿Han llamado ustedes? ¿Me pueden relatar qué ha ocurrido exactamente?

—Estábamos por aquí paseando cuando vimos una avioneta rondando demasiado cerca del mar. Se tambaleaba de lado a lado y cuándo se ha alzado y ya parecía estabilizarse, ha caído en picado al mar. - A Estel le dolía en la voz estar contando los hechos- Llevaban una especie de bandera o tela con algo escrito, pero no pudimos apreciar qué ponía…

El humo se había esfumado por completo y aquel tipo de Salvamento Marítimo me pidió que me subiera a la zodiac para indicarle dónde había ocurrido el incidente. Tres personas se quedaron al lado de Estel, cubriéndola con una manta.

Llegamos al punto donde había ocurrido todo. Ni rastro de la avioneta. Ni una diminuta pieza, ni una turbina, ni un resto de gasolina. Nada.

—Aquí ha sido, en esta zona -dije marcando un territorio con la mano.

Tres buzos se dispusieron a bajar con sus respectivos equipos a peinar la zona. Según ponía un indicador, nos encontrábamos a 8 metros de profundidad.

El tan ansiado amanecer que habíamos esperado Estel y yo se había convertido en la luz necesaria para buscar a los miembros, o por lo menos los restos, de la avioneta. Eran las siete de la mañana y todo se encontraba en una calma absoluta. El mar se declaraba inocente en aquel crimen y el sol miraba hacia otro lado. Los buzos salieron a la superficie.
—Ni rastro.
—Señor, quizá debería usted descansar. Es tarde y con unas copas de más nos juega peores pasadas la imaginación que la razón.
—Es imposible, ocurrió justo aquí. Lo vi con mis propios ojos.
—Vaya a casa y descanse, a lo largo del día seguiremos la búsqueda peinando más exhaustivamente la zona.

Me dejaron en tierra y le conté a Estel, ya más tranquila, lo acontecido en mi subida a la zodiac. Coincidía en que era imposible, que ambos lo habíamos visto. Decidimos volver a casa y esperar noticias de los de Salvamento.

                                                 ***
Desperté y miré el teléfono. Nada. Pasamos el día esperando noticias que nunca llegaban. Hasta las 7 de la tarde que llegó el ansiado mensaje.

‘’Lo sentimos, no ha habido éxito en la búsqueda, ni ninguna desaparición ha sido denunciada. Saludos.’’

Apagué el móvil.

                            ***
Habían pasado treinta años. Nos encontrábamos en el mismo lugar, el mismo día y a la misma hora que hacía seis lustros. Nuestro trigésimo quinto aniversario. Nadie había creído nuestra historia pero Estel y yo sabíamos que aquello no había sido fruto de la imaginación.

Solíamos venir de vez en cuando a la playa del Paseo Villamar. Qué de recuerdos nos traía. Hacía 10 años por lo menos que no íbamos a la playa a ver el amanecer. Y ahora, con 65 años, quizás iba a ser una de las últimas veces.

El sol empezaba a hacer acto de presencia. Las vibraciones del mar caían sobre la arena una y otra vez, arrastrando un apaciguador rugido. La playa no albergaba más almas que las nuestras y el puerto, ataviado con sus majestuosos yates de lujo, lucía tenebroso, únicamente iluminado por el faro.

De pronto, algo se acercó a nuestros pies, arrastrado por las olas. Era una especie de tela mojada, sujetada a un palo deteriorado. Era la bandera. La bandera de la avioneta.

—No puede ser, —dijo Estel con asombro— no puede ser.

Entendí al momento el cambio de color en su tez. Aquellas palabras descifraban el misterio que tantos años nos había perseguido, atando todos y cada uno de los cabos que, sueltos, bailaban en nuestras memorias de aquel día. Saqué el teléfono del bolsillo y marqué el número de Salvamento Marítimo. Una mano me impidió llevar el teléfono a la oreja.

—¿No crees que el hecho de que no encontraran ninguna prueba quizá es una señal del destino de que esto es para nosotros? ¿Sólo para ti y para mí? ¿Si nadie nos creyó por aquel entonces, por qué ahora, 30 años después, no podrán seguir considerándote un paranoico? Esto es nuestro, Jack, quién quiera que nos esté viendo por encima de nuestras cabezas tenía este plan para nosotros.

Podía leer en su mirada el brillo de aquella niña que escribe en su diario al chico del que está enamorado. La luz de aquel niño que ve por primera vez los regalos que los Reyes Magos han dejado en su casa. La miré desnudando todas y cada una de las capas de sus ojos y me mojé en la magia que éstos llevaban consigo. Nos fundimos en un beso mientras éramos observados por el nacimiento matutino del Sol. Cerramos los ojos y conservamos el secreto en nuestras almas, tatuadas con aquellas palabras que nos unirían para siempre. Fuimos los abanderados.

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