Eternamente mía

Papá, deja de fumar con los niños delante. No me gusta que respiren el humo.

Como decía vuestro abuelo, de algo hay que morirse, ¿no?

¿De verdad estás aplicando esa frase a los niños?

Giré la cabeza. Empezaba a estar cansado de los comentarios de mis hijas sobre el tabaco. ¡Que más les daba que yo fumara! Qué pesadilla. Quizás me estaba volviendo un tanto gruñón con los años, pero si había algo que me hacía gruñir era que me lo recordaran.

Mis dos hijas, María y Sara, me habían dado 2 preciosas nietas y un precioso nieto. Tal vez el nieto no era igual de precioso, pero al ser el único descendiente hombre -proceso de- nos unía algo mucho más fuerte que a Lucía y Clara. Ángel tenía un vínculo diferente al resto que conmigo. Ese mocoso de 11 años me enorgullecía, había heredado mi carácter.

Abuelo, abuelo, ¿vamos a la playa?

Venga, vamos.

La playa estaba justo enfrente de donde nos hospedábamos. Nuestra casa de vacaciones, mi casa de vacaciones desde que falleció María. Tras 5 años sin ella, todavía no había conseguido quitarme la dichosa manía de decir ‘’nuestra casa’’. Para mí, era como si siguiera presente. Esa había sido nuestra casa durante 37 años, desde que nos casamos. Habíamos vivido miles de historias en ella. Aquella lar albergaba un baúl de recuerdos infinitos, recuerdos que se perderían en el camino del olvido, en la próxima odisea de mi mente.

¿Vienes a nadar, papá?

Ya sabes que esta silla viene a la playa para algo, ja ja ja.

Te vas a atrofiar aún más sentado en esa silla.

Hace 10 años que me sueltas esa frase cada verano y sigo aquí, hecho un roble y más sano que un manzano.

Allá tú.

María y Sara no solían venir a visitarme los sábados, pero esta vez, debido a un ‘’viaje de amigos’’ de mis yernos, se habían venido a pasar el día.

Mi vida en la casa se basaba en el sedentarismo, tampoco estaba para muchos trotes a pesar de que alardease de buena forma.

La casa se dividía en dos puntos cardinales. Una planta baja, un chalé de estilo antiguo (según los vendedores, fue construida en 1803). Tenía dos terrazas. La del este, que daba directa a la playa bajando un par de escalones, y la del oeste, que se hallaba al otro lado de la casa, con vistas a los prados de Villerville, un pueblecito de la costa de Francia. Qué de recuerdos me traían esos prados. María amaba esos prados más que a nada en este mundo. Se enamoró de ellos en el momento en el que le presenté mi ‘’rincón de pensar’’. La de tardes que debíamos haber pasado allí. Horas y horas. Golpeaban a la puerta del recuerdo. Era ese grandioso hijo de puta que se la llevó. Jodido cáncer. A día de hoy me atrevo a decir que el cáncer no pudo con ella. María le venció una y otra vez, pero el destino no quería ese resultado en aquella exhaustiva batalla. El cáncer hizo que me volviera a enamorar de ella. Mi María, sin pelo, era la mujer más preciosa del mundo, incluso por encima de la María con pelo.

Una tierna voz me hizo volver del cofre de las memorias.

Abuelo, ¿vienes a nadar con nosotras?

¿Lucía también me lo va a pedir? Sino el abuelo no nada…

¡Lucíiiiiia! ¡Veeeenn! Que quiere que se lo pidamos las dos.

Y allí pasamos la tarde toda la familia. Clara, Lucía, María, Sara y Ángel. Cuando la noche empezaba a entorpecer el camino del sol, nos metimos para adentro. María y Sara disfrutaban preparando la cena en la cocina de la casa. Sara solía decir que Juan, su marido, quería una de ese estilo rústico, con ventana a los prados, pero que el presupuesto se les iba de las manos.

Clara y Lucía paseaban por la casa persiguiendo a su madre y tía, muñecas en mano. Se sacaban 4 años. Clara, con 10 años, era preciosa. Rubia de ojos azules. La futura perdición de miles de hombres. Lucía tampoco dejaba que desear, ojos marrones y un pelo rizado que le llegaba casi hasta los pies. Ambas se daban un aire a María, pero más Lucía que Clara.


Mientras tanto, Ángel y yo estábamos sentados en la terraza de la casa. El pequeño, hijo de Sara y Juan, era moreno, con el pelo corto y una labia que daba gusto oír. Sentado a mi vera, solía pedirme historias de cuando yo era joven o, directamente, me planteaba el porqué de las cosas. Era un chico listo, cuya curiosidad nunca se veía saciada, como su abuelo en sus tiempos mozos.

Abuelo, ¿por qué la luna tiene forma de queso pero le falta un trozo? ¿Crees que habrá sido un ratón?

Mira, la luna está a punto de convertirse en un queso. Digamos que se está haciendo mayor y en un par de días, la verás gigante y muy luminosa.



Mamá siempre me dice que si como verduras me haré más mayor. ¿Crees que la luna estará comiendo verduras?

Muy probablemente sí.

Papá, Ángel, a cenar.

La noche transcurrió tranquila. Jugamos a las cartas, contamos historias y cantamos canciones. Todos se fueron a dormir, y yo, como cada noche, me volví a la terraza a mi viejo sillón. Me atavié con mi vetusta bata y cerré cuidadosamente la puerta para no despertar a nadie.

Me senté, inspiré por la nariz y cerré los ojos. Allí estaba ella, otra noche más, cabalgando aquellos prados cubiertos por una capa de luz lunar con Brillante. Montar a caballo de noche era la perdición de María, y contemplarla con esa preciosa sonrisa en la cara, la mía. Expiré el aire y abrí los ojos. Y allí seguía, enviándome un beso con una mano mientras dirigía a Brillante con la otra. La lámpara de la terraza iluminaba mis 20 poemas de amor de Neruda.


Puedo escribir los versos más tristes esta noche
escribir, por ejemplo: ‘’la noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros a lo lejos’’
El viento de la noche gira en el cielo y canta.


Las horas pasaban, de la mano de los días, y los días, de la mano de las semanas. Y ella no dejaba de aparecer por aquellos prados. Nunca iba a dejarla abandonar mi mente. El sueño empezaba a hacer mella en mí pórloque me metí para dentro. Recé como cada noche y me metí en cama, deseando tocar a María de nuevo con la yema de mis dedos.

A la noche siguiente, Ángel me preguntó por qué había comprado una casa en un sitio como este. Las niñas, con una oreja puesta en la conversación, no tardaron en unirse a la plegaria. Volví a abrir el cajón de mis memorias.

Hacía tiempo que conocía a María. Con 21 años, seguíamos conociéndonos un poco más cada vez que estábamos juntos, pero había algo que sin mi colaboración no podría conseguir: llegar a mi lugar de retiro. Tras un largo viaje con el 600, llegamos a Villerville y sus prados. ‘’Ahora nos toca un rato de caminar, le dije a María, ¿ves ese montículo de tierrra? Allí vamos’’. ‘’Sabes de sobra que tengo vértigo’’. ‘’No vas a ver nada’’. Cogí la cinta preparada del bolsillo y se la coloqué alrededor de los ojos. María iba haciendo preguntas tontas planteadas en gran medida por el miedo. Le desaté la cinta y le señalé una de las vistas que mis ojos asociaban con reflexión. Le cerré la boca con un dedo y sonreí. No podía articular palabra. Desde aquel paraje, se veían los extensos prados por los que luego su caballo cabalgaría. Pero no sólo eso, si giraba la vista, toda la costa, en calma, inundaba de azul sus ojos. Se enamoró de mi rincón. O sea, ¿que desde aquí es desde dónde me escribes?, me dijo pícaramente. Yo asentí medio avergonzado. Se acercó poco a poco y me dio un beso, arrástrandome a su lado para que me sentara con ella. Y nos tiramos horas y horas y horas, con unas cosas que se pueden contar y otras que no tanto, pero horas y más horas. La noche nos había comido hacía ya un buen rato. ‘’Si algún día vivimos juntos, quiero vivir en esa casa, por lo menos en vacaciones.’’ Su dedo señalaba la casa de mis sueños, aquella que pegada a la costa respiraba cada mañana el aroma de las olas, escuchaba el murmullo de la arena cuando el sol la abrazaba por primera vez en el día, aquella cuya terraza del este apuntaba directa a los inmensos prados, que en ese mismo momento estaban iluminados por la luz de la luna. Sentía el latir de mi corazón en la sien desde que mi cerebro había procesado aquello de ‘’si algún día vivimos juntos’’. ‘’Te prometo que si vivimos juntos, esa será nuestra casa.’’ Una promesa más a guardar en el cajón de las promesas no prometidas…, replicó ella. Me prometí a mí mismo que así sería.

Niños, esa historia sólo es para mayores. Sois muy jóvenes para entender nada. ¿Queréis que vayamos a por cangrejos?

Tras un par de réplicas y un poco de cara seria, les convencí para ir al muelle a por cangrejos. Ángel no recibió la respuesta de tan buena gana como las niñas. La curiosidad por conocer a su abuela le carcomía por dentro y no veía el momento de  preguntar. Pero la historia de cómo llegué a vivir aquí es una historia que me gustaba guardar para mí. Nos unía a María y a mí, a nadie más.

La noche empezó a caer y los niños, con 3 cangrejos, fueron directos a mostrar su botín a sus respectivas madres. La cena estaba casi lista. Cenamos, los juegos de cada noche y a dormir hasta el día siguiente. Yo me preparé una infusión, metí a mi anhelado Pablo Neruda en el bolsillo de la bata y me dirigí a la terraza.
Los días transcurrían bajo esa misma agradable rutina. Playa, excursiones y juegos por las mañanas y tardes, y María por las noches. Su recuerdo estaba más vivo que nunca. Veía en mis niñas, María y Sara, la vitalidad de María y eso me producía una profunda alegría a la vez que una amarga nostalgia. Nunca había sido de hablar de María con mis hijas. Paseaba una especie de egoísmo que me provocaba pensar y hablar única y exclusivamente para mí sobre ella. Estaba convencido de que nadie podría entenderlo.

Ya sentado, una noche más, un ruido me alteró la lectura.

Abuelo, no puedo dormir… ¿puedo sentarme contigo?

Sus ojos me derritieron el alma.

Claro hijo, siéntate- le dije acomodándolo en mi regazo- pero sólo un ratito.

¿Qué lees?

Un libro de poesía.

¿Piensas en la abuela cuando lo lees?

Su inocente voz me entró por los oídos como una llave. Le dije que sí y sus preguntas siguieron en aumento. Yo las contestaba, sorprendentemente, no sentía intromisión en mis vivencias con María. Es más, me desbordaba ver la cara de entusiasmo de Ángel.

Mira Ángel, cuando me siento aquí de noche, todavía veo a tu abuela cabalgar con Brillante, su caballo, por estos prados. La veo saludarme, sonreírme y disfrutar de su mayor placer. Te cuento esto a ti porque eres tú, ¿eh? No quiero que se lo digas a nadie. Anda, vete a dormir que ya no son horas.

Ángel se levantó de mi pierna y se volvió para dentro. Al abrir la puerta, se volvió y me preguntó:

Abuelo, ¿tú querías mucho a la abuela, no?

Sí, hijo, sí. Mucho.

¿Crees que algún día yo podré verla cabalgar?

Me salió una sonrisa pícara.

Ve a descansar, anda.



A la mañana siguiente todo estaba listo para salir de pic-nic a Cabourg, otra pequeña población costera con un toque más urbanista que Villerville. Sara fue la precursora de la idea. Unos años atrás, en su etapa francesa de Erasmus, había visitado el pueblo, y conocía ciertos lugares dignos de ser visitados con los niños.

Y así fue. Los niños disfrutaron de la excursión a pesar del esfuerzo que ésta conllevó. La cena fue en un restaurante en primera línea de playa. La sobremesa se alargó hasta que el frío, traído por el mar y la noche, nos mandó para casa. Era casi luna llena y el mar lucía resplandeciente. Yo prefería estar delante de mis prados.

Al llegar a casa, los pijamas fueron lo único que los niños pudieron tocar. Luces apagadas y yo, con Neruda, sentado otra noche más en mi terraza.

Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.
Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

Abuelo, ¿puedo venir?
Ángel, vete a la cama que es muy tarde.

La luna, al fin llena, iluminaba sus ojos de cordero degollado. Me pedía con la mirada que le dejara quedarse y mi corazón se derretía como un cubito de hielo ante esos luceros. Pasa, le contesté a regañadientes con la vista. Movió la boca con un tacto envidiable. Noté que sus palabras encendían la mecha que yacía desde hacía tiempo en mi interior.

Me hubiera gustado conocer a la abuela.

Nos tiramos toda la noche hablando. Él preguntaba sobre María una y otra vez. Yo disfrutaba contándole mil y una historias sobre nosotros. Las horas corrían, no, no corrían, galopaban sobre la noche. El recuerdo de María no había estado nunca tan vivo como en aquella noche. La luna iluminaba los prados y allí estaba ella, trotando con Brillante. Yo, fruto de la hipnosis habitual de la escena, giraba la cabeza lentamente, siguiendo el recorrido de cada uno de los pasos de aquel caballo. Sentía que mis ojos no eran los únicos que seguían el movimiento. Me volví hacia Ángel. La luz lunar le dejaba al descubierto la palidez de su tez en aquel momento. Sus ojos, abiertos como platos, no podían creer lo que veían. Parpadeaba una y otra vez. Lo que estaba pasando en ese momento se escapaba de mi raciocinio.

¡Abuelo! ¡Veo a la abuela! ¡La estoy viendo sobre Brillante! ¡Es la abuela!


No pude articular palabra. Las lágrimas se precipitaban sobre mis mejillas y Ángel, aferrado a mí, también desprendía felicidad por sus pupilas. Su recuerdo ya no estaba sólo conmigo, también con mi nieto, con Ángel. Nos fundimos en un abrazo. Sentía el calor de Ángel. Pasados unos segundos, otra figura se unió a nuestro apretón. Éramos tres y todos lo sabíamos. Una llama con forma de recuerdo se alzaba sobre nuestras cabezas pero ninguno la veíamos. No nos hacía falta, la sentíamos. María nos soltó y abrió Veinte poemas de amor y una canción desesperada por el poema número 18, mi favorito, y recitó sus versos finales.


La luna hace girar su rodaje de sueño.
Me miran con tus ojos las estrellas más grandes.
Y como yo te amo, los pinos en el viento,
quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre.


Se acercó a mi oreja y dijo: ‘’Hasta mañana y hasta siempre’’. Cerré los ojos, acogí a Ángel en mi regazo, y nos quedamos en silencio. María poseía algo con lo que queríamos dotar a aquella estrellada noche en la que la luna llena cubría todo el prado de un dorado plomizo. María poseía, por lo menos para mí, el don de la eternidad.




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