La niña de la librería

Era el día. Siete de Mayo de mil novecientos treinta y siete. María había escuchado de refilón la radio mientras su padre anotaba una serie de cosas en el diario. Bombas, represión, rojos, azules… No entendía casi nada de la jerga política, pero la palabra ‘’bomba’’ le infundaba un miedo terrible.


Conocedora de los tiempos de guerra, solía pasear con la cabeza gacha siempre que caminaba. Pero aquel día, era un día diferente. El nuevo libro de Pablo Neruda, España en el corazón, llegaba a la librería de Laimún, su pueblo natal, y esperaba con ansia la salida de clase para poder ir a verlo, tocarlo y sobre todo, olerlo.


La economía de la familia era muy precaria. La contienda estaba dejando a todos los habitantes del pueblo bajo mínimos y las dos mil quinientas pesetas que costaba el libro eran un capricho que ni siquiera se atrevería a pedirle a sus padres. Si bien el simple de hecho de poder sentirlo en sus manos, le daba fuerzas para levantar la cabeza aquella fría y lluviosa tarde de primavera.


Sintió que el timbre de clase tocaba con más fuerza que nunca. Recogió las cosas, se despidió de Lucía, su mejor amiga, y salió corriendo hacia la librería. Nunca había recorrido el camino en tan escaso tiempo. Se sorprendió al ver que su lugar de destino aún no había abierto. La librería Calamus abría todas las tardes de lunes a viernes a las cinco. Por la mañana, María debía asistir a clase pórloque le era imposible acercarse cuando el sol lucía en lo más alto.


En la lejanía, se divisaba una sombra entre los vientos y las gotas de agua. Era el librero, aquél al que María tanto temía por su mal carácter y su cara de gruñón.


No tengas prisa.


María omitió las palabras de aquel señor de huesos anchos, calva brillante y altura media con el fin de esquivar cualquier posibilidad de cruzar la mirada con él. Abrió y ambos entraron. María sabía perfectamente hacia dónde dirigirse. Atravesó el pasillo hasta el final y abrazó como a un hermano a esa montaña de libros cargados de aires nuevos.


Tomó en sus manos no el primero, ni el segundo, ni siquiera el tercero. Sino el séptimo ejemplar y lo abrió por la mitad, olfateando todas y cada una de las palabras que aparecían en las páginas centrales. Su siguiente ritual consistía en leer la página final del libro. Giró las hojas hasta la ciento sesenta y dos y leyó con calma:


Mi casa era llamada
la casa de las flores, porque por todas partes
estallaban geranios: era
una bella casa
con perros y chiquillos.
Raúl, ¿te acuerdas?
¿Te acuerdas, Rafael?
Federico, te acuerdas
debajo de la tierra,
¿te acuerdas de mi casa con balcones en donde
la luz de junio ahogaba flores en tu boca?


Volvió a la página inicial y empezó a leer los primeros versos de aquella obra dedicada a la guerra. Notaba una intensa mirada a sus espaldas pero temía más que a nada que fuera la de aquel impertérrito hombre. Escuchó un carraspeo forzado que la obligó a dejar el libro en su sitio. Dio media vuelta, aceleró el paso y se despidió con un tímido adiós que apenas pudo cruzar el camino desde su boca hasta las orejas del librero.


Llegó a casa eufórica. Se prometió ir todos los días después de clase a leer un par de páginas. Tendría que idear algún tipo de artimaña para poder esquivar la mirada inquisidora del librero, pero la alegría que la invadía era motivo suficiente como para aplazar dicha tarea.


Acabó los deberes de clase y se sentó a cenar. Ni su padre ni su madre entendían el porqué de tanta emoción. María empezó con la narración de los hechos sin omitir detalle alguno.


No debes hacer eso, María. No puedes leer un libro que no vas a comprar. Te prohíbo que vuelvas a hacerlo.


La mirada de María se apagó. Se acabó la cena, recogió su plato y subió a su habitación a dormir, dando antes un beso de buenas noches a sus padres.


El padre de María, Juan, era un hombre conocido en el pueblo por su acalorado carácter. Corrían de boca en boca sus brutales discusiones con todo aquel que se le cruzara en un mal día. Los vecinos del pueblo le tenían verdadero pavor. Metro ochenta, de gran complexión y con una voz que despertaría de la hibernación al más feroz de los osos.


María se metió en cama, ahogada en impotencia y con la cara repleta de lágrimas. ¿Cómo podría leer ahora el libro que tanto tiempo había ansiado tener? Robarlo ni se le pasaba por la cabeza. Estaba agotada y su cuerpo no daba para más. Sus párpados perdieron la batalla contra el sueño.


A la mañana siguiente, María andaba planeando el modo de alcanzar su objetivo. Y a las cinco, con el toque de queda del fin de clases, brotó de su mente la más idónea de las ideas. Su padre siempre le daba dinero para la comida, con diez pesetas de cambio todos los días. Haciendo cuentas en el cuaderno de matemáticas, descubrió que dos cientos cincuenta días de recolecta le bastarían para comprarse el libro. Pero aquella no fue la idea que surgió de su cabeza. Corrió hacia la librería y antes de entrar, comprobó el reloj. Las cinco y cinco. Tenía siete minutos para leer y así ejecutar su plan maestro. Entró omitiendo las buenas tardes del librero por el sobresalto que éstas le produjeron. Cogió el libro, lo retomó por donde lo había dejado. Tiempo. La tos del librero le devolvió a Laimún.


Si no vas a comprar nada, por favor deja el libro.


María volvió la mirada, sacó del bolsillo la moneda que tanto había estado protegiendo y se dirigió al estante donde el librero la esperaba de brazos cruzados.


Un caramelo de fresa, por favor. dijo con una pícara aunque temerosa sonrisa.
Toma.
Gracias.


Su voz se hubo evaporado antes de llegar al ‘’por favor’’ pero ya nada de eso le importaba. ¡Había funcionado! Ya tenía el plan perfecto. ¡El caramelo! Mientras caminaba hacia casa disfrutando el sabor de su victoria, recordó que se había quedado en la página diecisiete. Entró por el portal y se dirigió al cuaderno de matemáticas para calcular el tiempo que le iba a llevar leer el libro. Una lágrima mojó el resultado de la cuenta. Cincuenta y un días era un tiempo demasiado largo. Las vacaciones de verano llegaban en apenas dos semanas pórloque era imposible acabarlo antes de la temporada estival. Tres meses la iban a separar durante ese tiempo de Neruda y María no se veía con fuerzas para esperar tanto tiempo.


Los siguientes días transcurrieron siguiendo el mismo guión. La carrera a la librería, los siete minutos, a una velocidad un tanto más alta, y el caramelo de fresa. En la última semana antes de verano, el librero ya tenía preparado el caramelo para María antes de que esta lo pidiera, detalle que entendió como un modo de echarla lo antes posible. Sintió miedo cuando éste le sonrió. Llevaba unos días dándose cuenta de que los ojos de aquel hombre ya no sólo paraban su atención en ella. Ya no era la única en la librería. Unos jovenzuelos en plena edad del pavo, echaban la tarde mirando revistas de temática erótica. El librero había dejado de toser a María y se preocupaba más por echar a gritos a esos jóvenes de intenciones poco lícitas que de la amistad entre Neruda y la pequeña.


Al llegar a casa, se percató de que su madre no había ido a trabajar y se encontraba en la cocina, preparando lo que supuso era la cena.. Subió a hacer los deberes, y al terminar, bajó a hacer compañía a su madre a la cocina.

***

Ya sentada en la mesa desayunando para ir a clase y con unos ojos que dejaban en evidencia el cansancio de María, su madre, Laura, se dirigió hacia ésta:


María, te he preparado un tupper con la comida para hoy.


¿Qué es?


Tu plato favorito, tortilla.


¡Gracias mamá!


María, más feliz que una perdiz, se encaminó a clase con el tupper en la mochila para ir a clase. Pasó el día tranquila, sin olvidar el disfrute que la tortilla le había producido y salió de clase hacia su pan de cada día. Entró en la librería y el librero se volvió hacia ella, sonriéndole desde la esquina en donde estaba increpando a los mozos de cada tarde, que parecían urdir un plan parecido al de la niña. María se abstuvo de entrar en escena y se dirigió a la página ciento dos de su libro. Se percató por primera vez que la montaña de libros había dejado de ser montaña para ser la más lisa de las llanuras. Un único ejemplar quedaba en la librería. Tragó saliva y empezó a leer. Miró el reloj con los siete minutos transcurridos e ideó lo que podría ser su salvación por un par de días: colocó el libro a escondidas tras las revistas en las que los jóvenes perdían la sensatez. Aquí nadie te encontrará, le musitó. Se encaminó al estante donde el librero, hoy despistado por la enésima visita de los niños, le esperaba. Se metió la mano en el bolsillo y su cara palideció al instante. No puede ser, pensó. Empezó a tener sudores fríos. Aquel día había traído la comida de casa y eso significaba que no había cambio con el que poder pagar el caramelo. Languideció y se sintió ridiculamente pequeña ante la mirada de incomprensión del librero.


Lo...lo… siento, hoy no traigo dinero.


Las lágrimas de impotencia habían empezado a derramarse sobre su cara. Salió corriendo con los mofletes colorados y escuchando la imponente voz del librero tras de sí:


Esta será la última vez.


***

María entró en la librería, esta vez habiendo palpado antes el bolsillo y la moneda, y se encaminó evitando a toda costa la mirada del librero. Se dirigió a su habitual estante y tardó unos segundos en recuperarse del susto por la ausencia del libro. ‘’Lo escondí’’, pensó. Se dirigió esta vez hacia las revistas a buscar tras éstas a su ansiado Pablo Neruda. No podía ser, allí tampoco estaba. ¿Qué había pasado? Mientras abandonaba la librería, olvidando por completo el caramelo, pensó en la suerte de aquel último ejemplar. Quería imaginar que la persona que se lo había llevado lo disfrutaría como ella había hecho todas esas tardes. Absorta en su tristeza, se despidió del librero y abrió la puerta.


María. Espera.


Se giró sorprendida por escuchar en aquella atronadora voz su nombre.


-Dígame.


María, la niña del caramelo de fresa, ¿no? Me he estado fijando que vienes cada día a la misma hora, y durante el mismo tiempo siempre acompañada por esa pequeña mochila con tu nombre bordado en el dorso y esas modestas 5 pesetas que te otorgan tus siete minutos de Neruda. A decir verdad estoy cansado de ver a jovenzuelos hurgando en las revistas para adultos y tú, con tu parsimonia y tu temprana madurez, me has provocado una grata sorpresa. Es realmente reconfortante que una niña de tan corta edad como tú sea devota de tan culto escritor.


Muchas gracias señor. Pero miis padres me esperan en casa. Hasta pronto.


Cerró la puerta y salió hacia la calle que la llevaría, al día siguiente y sin pasar por la librería, a su casa. El verano ya había tirado la puerta de la primavera y su estimado rincón de palabras no volvería a abrir hasta septiembre. Ni libro ni librería. Su cabeza se perdió en la tristeza. Oyó la puerta tras de sí.


¡María! ¡Se me olvidaba! Esto es para ti.


Llevaba un paquete en sus manos. Su mirada se hizo radiante al instante e iluminó hasta el más oscuro de los rincones. Era el último ejemplar de España en el corazón. Sólo para ella.


Quiero que el último ejemplar sea tuyo. Pero con una condiciónMaría asentía con la cabeza una y otra vez, con una sonrisa inequívoca que abarcaba su rostro por completo Quiero que vengas al volver del verano a contarme el final del libro. Yo antes vivía en Madrid, y la maldita guerra se llevó a mi pequeña Carmen, el amor de mi vida, cuando tenía la misma edad que tú debes tener ahora. A ella también le encantaba leer como a ti y desde su marcha, me cuesta encontrar motivos para sonreír. Verte leer cada día y comprar ese caramelo cotidiano como coartada, me parece lo más inteligente que alguien ha hecho por la literatura desde que poseo esta librería.


Es un placer, señor. Y sí, le prometó que vendré el primer día de septiembre a contarle el final del libro. ¿A Carmen también le gustaba Pablo Neruda?


Era a quién más leía. Ahora márchate, que tienes una intenso verano por delante. Te espero en septiembre.


Muchas gracias otra vez, señor … ...


Miguel. Llámame Miguel.


Que tengas un buen verano, Miguel.


María se volvió, y dando saltos, retomó el camino a casa. Saludó a sus padres y se metió en cama a leer el que sería a partir de ahora su mejor amigo para la temporada más calurosa del año. Su rutina se transformó: ahora escondería el libro por las mañanas bajo la almohada, mientras que por las noches leería hasta que sus ojos dijesen basta. Se prometió a sí misma que lo primero que haría el primer día de clase sería ir a Calamus, a su segunda casa.

Cada noche tras devolver el libro a su escondite, cerraba los ojos y soñaba con un país libre de guerra, en el que las librerías estaban repletas de gente cambiando armas por libros, mientras un agradable y melifluo aroma a fresa ondeaba por las angostas calles de su querido pueblo.

Comentarios