Así era cómo ahogaba sus penas...


Así era cómo ahogaba sus penas. Una por una. Dejaba caer todas y cada una de sus aguadas tristezas en aquel vaso lleno de vodka. Nunca nadie había demostrado hasta el momento que las lágrimas supiesen nadar y eso le hacía sentirse más fuerte ante éstas. ‘’Y si no se ahogan, por lo menos que se emborrachen y se olviden de qué son’’, pensaba.

Siempre consideraba a las lágrimas las cabezas de turco de su tristeza, y rara vez se paraba a pensar en el motivo que éstas traían detrás. Olvidaba quién le había roto el corazón, quién le había tratado con malas maneras en la jornada de trabajo, quién se marchó hace dos años para no volver o quién no le había llamado desde hacía más de tres semanas.

Tenía un don, eso sí, ante cualquier situación, pasara lo que pasara, jamás lloraba delante de las personas. Contaba su madre de pequeño que nunca podía realizar sus necesidades fisiológicas si sabía de la presencia de alguien en 10 metros a la redonda, y así lo había extrapolado a su desahogo emocional. Aquel vaso de la vajilla del 1837 era el único espectador de lo que él consideraba desasosiegos puntuales. Hasta aquel día.

El teléfono sonó una fría tarde de invierno. No esperaba la llamada de nadie pórloque se acercó al aparato con una expresión de tímida sorpresa. De pronto cayó en la cuenta.

Bajó a toda prisa al garaje, se metió en el coche y salió escopeteado en dirección al hospital. No recordaba haber pisado tanto el acelerador en toda su larga vida, pero el tiempo corría, y a velocidad de guepardo, a contrarreloj. Aparcó en el primer aparcamiento que vislumbró y, ataviándose con su vetusto sombrero Fortuny, se encaminó hacia la sala de emergencias con paso ligero.

Todos los asientos estaban vacíos pero le resultaba imposible dejar de andar de un lado para otro. Y anduvo, y anduvo, minutos y minutos. Se abrieron las puertas y escuchó a la enfermera decir: ‘’Ya puede pasar’’. No se había parado a pensar durante tantos largos meses si estaba preparado para aquello. Enmudeció. Cerró la boca y abrió el alma. Sólo escuchaba un celestial llanto y no podía hacer más que dirigir su mirada hacia él.

—Papá, te presento a Fernando, tu nieto.

Lo tomó en brazos y lo contempló fijamente. Alzó la mirada con incredulidad hacia su hija, como si no pudiera ser cierto lo que estaba pasando. Se percató de que se le humedecía la cara. Estaba llorando delante de su hija y su marido, delante de gente. Escuchó cómo crujía de celos el vaso de cristal lleno de vodka y suspiró, a sabiendas de que nunca más iba a necesitarlo. Aquella diminuta criatura se había convertido en su nuevo vaso, pero éste, sólo iba a recoger lágrimas de felicidad. Para siempre.




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