Cuenta la leyenda de un pequeño
pueblo que, perdido por el mundo, no destacaba por su gran población, ni por
sus famosos autores nacidos en ella, ni por su arquitectura, ni por su
gastronomía, ni por sus paraísos naturales, ni siquiera por esta leyenda que me
dispongo a contar. Nadie recuerda el nombre de aquel recóndito lugar, pero sí
lo que le llevó a ser protagonista de esta narración. Cuando todavía estaba,
llamémosla Yaguarú, en construcción como núcleo urbanístico, un protagonista
inesperado llegó como caído del cielo: su futuro alcalde.
El por aquel entonces no alcalde
era un alcohólico rehabilitado que vivía con su madre, a quien quería casi más
que a sí mismo. Su terapeuta le había recomendado escapar a otro mundo, alejado
de todo lo que le recordara a sus momentos de pesadilla con el componente
químico del diablo. Pero no sabía hacia dónde escapar. Hasta que un día llegó
la llamada. Un viejo amigo le propuso lo siguiente: una pequeña localidad
necesitaba ser confeccionada casi desde cero para ser considerada pueblo como
tal en el registro del país, y una misión, realizarlo a través de una lista con
un poder especial. Era una lista única, ya que cada vez que se escribía algo en
ella, automáticamente aparecía de la nada en la calle más apropiada del municipio.
Sólo había un detalle a tener en cuenta, si la perdía, nada más podría ser
instalado en la aldea, fuera lo que fuera y tuviera la relevancia que tuviera.
Le entusiasmó la idea al momento,
dado que era justo lo que necesitaba para seguir el consejo de su terapeuta:
escapar. Pero no podía olvidar que aquello le obligaba a abandonar durante un
tiempo a su madre. Ésta, haciéndole prometer que le contaría todo lo que
ocurriera allí, le conminó a aceptar y el futuro alcalde se desplazó
inmediatamente al pueblo.
Escribió en la lista ‘’una casa
para vivir’’, dándole así su primer uso, y nada más amarrar en el minúsculo
puerto, ahí estaba, esperándole, su nueva vivienda. Pasó meses pensando todo lo
que necesitaba aquella pequeña población. Paseaba horas y horas mirando qué
había y qué no, qué faltaba y qué no. No había día en el que no descubriera una
carencia, por eso le encantaba su labor. Siempre andaba con la cabeza
distraída, a la par que ocupada.
Un día fueron las aceras; otro,
la parada de autobús; los árboles; los pasos de cebra; los contenedores de
basura; la cabina de teléfono; el muelle para el diminuto puerto, los puestos
de alimentación; un huerto… y un sinfín de atributos de los que todo pueblo
debe disponer para dar un buen servicio a sus pobladores, que eran pocos y
autosuficientes, pero eran. Cuando el alcalde dio por finalizado su repaso, se
convocó una fiesta de inauguración multitudinaria a la que asistieron la
friolera de 84 personas, toda la población, por el momento, del pueblo. Hubo
todo lo que un gran estreno requería: una gran hoguera para preparar la comida,
buen ambiente, botella de champán rota contra un bote de metro y medio de
eslora y bebida a mansalva, sobre todo
bebida a mansalva. Al alcalde se le fue la mano con el alcohol, como en los
viejos tiempos, y fruto del que él creía un trabajo finalizado y muy bien
realizado, lanzó la lista mágica a las llamas, donde prendió en segundos entre
vítores de los asistentes a la fiesta.
La resaca del día siguiente fue
de las mayores que había tenido en su vida. No recordaba absolutamente nada, ni
siquiera cómo había llegado a casa. Durante todo el día, tumbado en casa
sobreviviendo a base de agua, se prometió no volver a beber alcohol nunca más.
Una vez más.
Aquella misma noche, ya con la
euforia y la resaca de la la noche anterior pasada, el alcalde se sentó en su
escritorio a redactar una carta para su madre, que ahora se encontraba en la
otra punta del océano. Si no se enteraba ella, a quién había hecho la promesa,
de nada habría servido todo aquello. Mojó la pluma y le contó con pelos y
señales absolutamente todo: empezando por cuánto la echaba de menos, siguiendo
por la lista y sus poderes, que por cierto no recordaba dónde la había dejado,
por sus sensaciones tras acabar de confeccionar aquello que consideraba ‘’su
pueblo’’, y por otros varios detalles de menor importancia. Puso empeño, pasión
y corazón en todas y cada una de las líneas de aquella misiva. Cuando la hubo
acabado, pegó el sello que traía en su maletín de trabajar, lamió el sobre, lo
cerró y lo guardó en el cajón para mandarlo al día siguiente.
Salió el alcalde a la calle con
una sonrisa en la cara, sobre en mano. Inconscientemente, lo agarraba como un
tesoro del que no pudiera desprenderse. Y conscientemente, no podía dejar de
admirar lo que él había ayudado a construir. Era su obra, su orgullo y eso le
hacía sentir más lleno que nunca, mejor incluso que cuando se despidió de su
terapeuta por última vez. Caminó y caminó y caminó, sin perder el esbozo de
alegría en la cara en ningún momento… y, tras dos horas de dar pasos inútiles,
se dio cuenta. El pueblo no tenía buzón.
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