En la ciudad todo el mundo tenía miedo de sus disparos

En la ciudad todo el mundo tenía miedo de sus disparos. Su presencia física no era para nada aterradora, pero sí aquello que portaba en sus manos. Metro setenta y complexión delgada, pelo moreno, tez pálida y unos andares que no dejaban a nadie indiferente. Un tipo peculiar, sin lugar a dudas. Sin embargo, no hacía un mal uso de su pertrecho.

Le gustaba llamarse ‘’El Justiciero de Aramac’’, que así era como se denominaba la localidad. No tenía que intervenir ante los situaciones justas, sino todo lo contrario, pasaba por al lado y sonreía como si el resto del mundo ignorara la presencia de su arma. Ahora bien, cuando la maldad invadía la calle, no dudaba ni un momento en disparar. Luego, con los culpables ya señalados y en manos de las autoridades, se sacudía las manos con un gesto de aprobación.

Nadie le conocía más que por su ya mencionada fama. No sabían su procedencia, sus orígenes, sus raíces. ¿Quién era aquel hombre que se encargaba de actuar como un superhéroe? Los habitantes de Aramac solían decir entre murmullos que tenía un radar mágico que le permitía localizar a ‘’los malos’’. Y, ¿para qué ibas a entrar en temas espinosos de estirpe si lo único que hacía era salvar las papeletas de los que sufrían injusticias? Vestía de una forma muy peculiar, moderna, como avanzada a la era en la que se encontraba Aramac. Ésta, sin embargo, ubicada en las montañas y con una larga historia arraigada a unos eternos árboles genealógicos, vivía atrapada en una época bastante más antigua de lo que correspondía al presente. Pero quién iba a juzgarles, si casi nadie conocía de su existencia. Y tan a gusto que vivían en esas condiciones.

Un buen día de cuyo mes y estación me debo haber olvidado, se produjo uno de los incidentes que más marcaron tanto al Justiciero como a uno de los habitantes del poblado. Un jovenzuelo de una edad que tampoco consigo determinar, fue cazado in fraganti robando en una frutería por nuestro peculiar protagonista. Éste, no dudó ni un segundo en cargar su instrumento y apuntar hacia el malhechor. ‘’Eres joven muerto’’ le profirió. Armó el dedo y accionó su artefacto. El mozuelo, preso del pánico, no movió ni un músculo y se quedó tal y como había sido descubierto: con una papaya en la mano. Se escuchó el disparo, pero no ocurrió absolutamente nada. El maleante zagal, que no podía creerse su fortuna, huyó como una exhalación mientras el ahora ‘’ya no Justiciero’’ revisaba el artilugio. De pronto, lo entendió todo. Se le había acabado el carrete de la aramáC.

Comentarios