Labios traicioneros

Por como se movían sus labios, estaba convencido de que mi ajetreada cabeza, por una vez, tenía razón.
Las 8 de la mañana de un lunes, en un metro que va dirigido a la universidad, no sea probablemente un buen momento para fiarse de tu intuición. En realidad, por mi condición mental-explosiva, cualquier momento es equivocado para fiarse.
La había visto entrar en el vagón sin magia, sin brillo, con las luces apagadas. Enganchada a otro mundo en el que quizá, en ese momento, hubiera preferido vivir: el de la música.
Unos auriculares blancos envolvían su cuerpo desde el bolsillo hasta las orejas. Quién fuera auriculares cualquier noche a su lado. No podía dejar de mirarla. Esa mirada triste, cabizbaja, me había producido una atracción visual incesante. Me sentía como cuando presencias un accidente y, a pesar de que no debes, te quedas mirando totalmente inmovilizado. Hay algo en lo trágico que nos atrae. Quizá sea nuestra raíz lejana de la Antigua Grecia o quizá simplemente el habitual morbo al que ya estamos sobre expuestos. Alzó la mirada y allí estaba yo, mirándola como un pasmarote. Yo la agaché inconscientemente. No quería declarar como testigo.
Decidí que no debía mirarla más, que suficiente vergüenza había pasado ya. Pero a quién pretendía engañar. No pasé ni de la primera página del libro que yo andaba simulando que leía, y la volví a mirar. Efectivamente, ahí seguía. Como diría Iván Ferreiro: Qué cara más triste.
Por lo menos ya no era un ser inerte con mirada vacía, ahora ya aleteaba los labios con cierto encanto, transmitiendo lo que probablemente se estaba dando en sus oídos.
Llegados a este punto de la historia, debo reconocer que nunca se me dio demasiado bien leer los labios. Sin embargo, exactamente esas vibraciones, podía entenderlas perfectamente. Por como se movían sus labios, estaba convencido de que mi ajetreada cabeza, por una vez, tenía razón. Era mi canción favorita, aquella canción que pocos jóvenes valoran y que descubriste un día trasteando entre los vinilos de tu abuelo. La canción que nunca escucharás en la radio y que te hace enloquecer de alegría cada vez que te sale en el modo aleatorio de Spotify.
Todavía no sé cómo con mi diagnóstico de "arrítmico", establecí una relación entre la boca de la alicaída y mi dormida mente. Si esa no era una señal para levantarme y hablar con ella, no sé a qué más debía esperar.
Ella se encontraba en la intersección de mi vagón y el posterior y yo ocupaba uno de los asientos del lateral izquierdo. Me puse en pie, sin dejar de mirarla, buscándola entre los brazos y las conversaciones del resto de personas que ocupaban el metro. Estaba ya dirigiendo mi mano hacia su brazo para llamar su atención, tarareando la canción, nuestra canción. Yo ya la había hecho nuestra.
Le toqué con delicadeza el brazo y empecé a cantar en voz baja la canción. Me temblaba la voz de lo nervioso que estaba, pero conseguí arrancarme con el estribillo.
Su mirada estaba posada en la mía, y permanecía impertérrita, esperando que yo volviera a mover pieza.
—¿Qué haces?
—Sinatra. My Way. Es mi canción favorita. La estabas tarareando.
—¿Pero qué dices? ¿Quién es Simadra? Déjame en paz, rarito.
Mientras veía cómo se cambiaba de vagón, decidí dos cosas: la primera, que nunca más me iba a preocupar de leer los labios de nadie. Y la segunda, que iba a dejar de ver pelis de amor. Por lo menos durante un tiempo.

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