Probabilidades

Como cada viernes por la tarde, me acerqué a mi habitual estanco para echar la lotería. No recordaba la cantidad de años que llevaba probando suerte sin acercarme demasiado a ella. Muchos reintegros y alguna pequeña cantidad que siempre acababa gastando invitando a la primera ronda de cañas en el bar de la plaza.
“Ponme una para el sorteo de esta noche”. Se suele decir que si eliges los números, nunca toca. Yo era un fanático de las supersticiones, por lo que siempre dejaba en manos de la máquina la elección de mis números y sus complementarios. “Toma, este será el que nos saque de pobres. A ti por ser el agraciado y a mí por habértelo vendido. Vuelve por aquí a saludar si te toca, que nos conocemos.” Viernes tras viernes, las mismas frases, la misma conversación. “La semana que viene me voy de vacaciones, así que no me verás aunque me toque”. “Vaya, pues buen viaje”.
Cuando revisé por la mañana el diario y comprobé que los cinco números y las dos estrellas coincidían con mi boleto, apenas reaccioné. En el sentido literal de la palabra: dejé de respirar durante unos segundos y mis ojos se olvidaron de parpadear. No me lo podía creer. ¡Todos los números coincidían! Era imposible. ¡Era completamente imposible!
A los diez minutos estaba en el estanco comprobando el billete. Me temblaban las manos. Ocho millones de euros. Acababa de ganar ocho millones de euros. Me fui corriendo a casa a contárselo a mi mujer. Estaba eufórico. Se me salía el corazón del pecho.
Mi mujer me abrazó como si no hubiera un mañana y las lágrimas le brotaban de los ojos. “Va a ser el mejor viaje de nuestra vida, pero cancela ya mismo el hotel. Nos vamos a un 5 estrellas superior”.
El siguiente era mi padre, profesor de matemáticas en la universidad, a quien llamé por teléfono. Cuando descolgó le conté la buena nueva sin saludarle. “Soy multimillonario, papá”. Tras unos segundos en silencio, dijo: “¿Sabes que las probabilidades de que aciertes todos los números y los complementarios como tú son de 1 entre 100 millones? Increíble, hijo. ¿Y sabes que las probabilidades de que se caiga un avión son de 1 entre 3 millones? ¿Y que las probabilidades de tener quintillizos son de 1 entre 1 millón? ¿Y que la probabilidad de que te alcance un rayo es de 1 entre 56000? No sabes la suerte que tienes. ¡No lo sabes!” “Hablaremos pronto, papá”.
Aquella conversación me había rebajado la euforia. Si había sido agraciado con una lotería con tan pocas probabilidades de tocar… ¿por qué no iban a ocurrirme el resto de sucesos que mi padre había comentado? La semana que viene me iba de viaje y cogía un avión a Ámsterdam de 3 horas. No era especialmente fan de los aviones, y ahora desde luego todavía menos.
La idea me caló hondo en los siguientes días. Apenas dormía por las noches. No podía dejar de pensar en las probabilidades. El azar me había elegido a mí entre 119 millones de personas. ¿Por qué no iba a volver a elegirme para un suceso menos improbable como la caída de un avión?
El día anterior al viaje, cayó una tormenta digna de recordar. Los rayos se sucedían cada minuto, iluminando la casa entera. “¿Qué te ocurre, cariño?” “Nada, sólo que tengo muchas ganas de viajar”. “Tenemos que ir a buscar a Laura”. La simple idea de salir a la calle cayendo rayos con probabilidades tan “bajas” de una contra 56000 me atemorizaba. “¿Te importa ir a ti? Me duele la cabeza”. El dinero había dejado de importarme. Mi obsesión comenzó a ser la probabilidad. Me estaba volviendo completamente paranoico, pero no dejaba de pensar que era una idea totalmente racional: si me había ocurrido un suceso tan altamente improbable, ¿qué escudo tenía contra otros menos probables pero más tenebrosos?.
“Cariño, dejemos correr el viaje. Tenemos todo el dinero del mundo. Dejemos Ámsterdam. Cojamos unas vacaciones a Punta Cana. ¡Rompamos los billetes!” “Deliras. Me apetece mucho desde siempre ir a Ámsterdam, ya lo sabes. ¿Ya has hecho tu maleta?” Era mi última bala. Me esperaba una noche muy larga.
Como era de esperar, no pegué ojo y salimos rumbo al aeropuerto. Cuando subimos al avión, noté como empezaba sudar y a faltarme el aire. Estaba completamente preso del pánico. Era mi boleto a la muerte. ¡Sólo 1 contra 3 millones de posibilidades de caerse! ¿Cómo iba a sobrevivir? Por favor, que alguien parara aquel avión. Arrancamos. “¡QUE ALGUIEN PARE EL AVIÓN! ¡VAMOS A MORIR!”. “Cariño, ¿qué dices? ¿Estás bien?” “Señor, por favor, relájese. Estamos a punto de despegar” “¡VAMOS A MORIR, LO DICE LA PROBABILIDAD!”
El avión entró en la pista para el despegue. Los motores empezaron a sonar más fuerte. El sudor me caía por la frente. Arrancamos y cuando comenzamos a coger altura, una explosión. Luego otra. Miré a las alas y había fuego en ellas. Empezó a sonar una alarma y el piloto comenzó a hablar a través de la megafonía. El avión había perdido totalmente el control y estábamos cayendo. “SE LO DIJEEEEEE. VAMOS A MORIR. ERA UN BOLETO COMPRADO PARA LA MUERTE. ESTAMOS TODOS MUERTOOOOOOOS”.
—Cariño, cariño, eh. Despierta. Has tenido una pesadilla. Estás sudando. ¿Qué has soñado?
—¿Estamos vivos?
—¿Pero estás tonto o qué te pasa? Anda, dúchate que vas a llegar tarde al trabajo. Mira el móvil, te está llamando Juan.
—Dime, Juan. ¿Por qué me llamas tan…? ¿En serio? ¿8 millones? ¡Enhorabuena! ¿Sabes que las probabilidades son de 1 entre 119 millones? Sí, sí. Luego me cuentas y nos vemos.
—SÍIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII.
—¡Vas a despertar a los niños!
—¡NO NOS HA TOCADO LA LOTERÍA!
—Estás completamente loco. ¿Cuántas opciones tenía de casarme con un idiota?
—Muchas, mi amor, muchas. ¡VIVAN LAS PROBABILIDADES ALTAS!

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