El séptimo día

Con las rodillas sobre la silla, contempla cómo bailan las gotas a través de su ventana. Las que caen en la parte de arriba del cristal se deslizan suavemente acumulando otras gotas más pequeñas durante al camino, cogiendo tamaño y velocidad con cada una de ellas. Con una sonrisa de oreja a oreja por ver a su querida lluvia, se pregunta si realmente aquellas primeras gotas que caen al cristal son las que vienen directamente de la nube, o si en realidad siguen el mismo camino de ir haciéndose grandes durante su bajada del cielo a la tierra, absorbiendo a otras gotas más pequeñas en su recorrido.
Cuando llega el otoño, prepara el rotulador mágico que pinta sobre las ventanas y va apuntando los días seguidos en que el cielo llora de alegría. Palito, palito, palito, palito, tachado, palito, palito. Con este, ya son siete los días seguidos de lluvia en su casa de la montaña, a la vera del río. Los siete primeros días de lluvia del otoño. Y sabe perfectamente lo que eso significa.
Con un brinco de la silla al suelo que da más de un susto a sus padres, se dirige a la mesita de su cuarto donde en las próximas horas sólo contará con la compañía de un papel, una pluma y su querida lámpara. Se hace la coleta que hace pocos meses su padre le enseñó a hacerse y se pone manos a la obra. El roce de la pluma con el papel combina al compás del tintineo de la lluvia sobre su ventana. Se pregunta cómo estará, cómo le irá este año, si estará esperando con ganas su mensaje, si se acordará de ella. Firma, aparta la pluma y sopla suavemente sobre las letras. Lo deja reposar sobre la mesa y se levanta a por la botella de cristal. Dobla con sumo cariño y cuidado el papel, destapa el tapón de la botella, introduce el mensaje, la cierra y se viste para salir a hacer su entrega.
Nadie sabe a quién le escribe, nadie sabe qué dice aquello que ahora la botella protege y nadie sabe a dónde va a parar aquel mensaje. Sólo él.
Con las botas y su chubasquero negro a juego, se esconde la botella en uno de los bolsillos y se despide de sus padres. Voy a jugar un rato con la lluvia, dice con una dulce voz inocente.
Se acerca poco a poco al río. Cada año le impresiona más el caudal que puede llegar a alcanzar. Le asusta a la vez que le necesita, ya que sin su fuerza su mensaje jamás podría llegar a su destino. Saca la botella del bolsillo y la suelta con sumo cuidado en el río. Espero que te llegue, repite, un año más, en voz alta. Por favor. Contempla la vista al fondo, siguiendo el recorrido del río, justo al final de éste, y allí la ve, aquella casa roja a escasos kilómetros que casi podía oler. Por la noche esperará su mensaje desde su habitación.
Y llegó. A la hora esperada, a través de su ya habitual sistema de comunicación, el encendido y apagado de las linternas, cuyo código ambos entienden. Me ha encantado tu mensaje, un año más. Estoy muy contenta, a ver si algún día mis padres invitan a los tuyos y nos vemos pronto. Él no sabe qué responder, linterna apagada durante unos segundos, y ella vuelve a iluminar la oscuridad diciéndole que no sea tímido.
Sólo se conocen de un par de visitas entre sus familias, en las cuales aquellos niños enamorados de apenas 10 años no se atrevían ni siquiera a hablarse. Ella, con el descaro de una niña de 15. Él, con la vergüenza de uno de 10. Colegios diferentes, vidas diferentes. Pero desde el primer momento en que se vieron se sabían el uno para el otro. Sólo faltaba esperar.
Las visitas entre sus padres se dejaron de suceder e idearon la forma de comunicarse: mensajes en botella y linternas. Ella sabe que el séptimo día de lluvia seguido era la señal del momento en que la botella alcanzaba la fuerza suficiente para llegar a casa de él. Y esperan cada año a que vengan los lluviosos días de otoño para volver a contactar. Se esperan el uno al otro.

*Diez años más tarde*

Ella sigue pegada a la ventana, de rodillas sobre la silla, como cada año. Las marcas de rotulador ocupan gran parte de la ventana. Una marca, tres marcas, cinco marcas, dos marcas, una marca… Otoño lleva ya un tiempo asentado y los días lluviosos no se suceden hasta llegar a siete, el caudal del río nunca alcanza la fuerza necesaria para que la botella no se hunda. Tras diez años de mensajes atrapados en botellas y noches de enamorados de ventana a ventana tras una linterna, el otoño se estaba apagando sin lluvias abundantes en el año de sus dieciocho primaveras.
Las lágrimas ya no caían del cielo. Ahora el agua brotaba de sus ojos, que no podían soportar la tristeza de aquel río sin agua, de aquel mensaje sin botella y de aquel paisaje sin verde.
El séptimo día nunca llegó aquel año y su mensaje, aquel en que le decía de verse a medio camino entre las dos casas a la mañana siguiente, se quedó en el tintero.

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